West Side Story reloaded

Hay que tenerlos bien puestos para atreverse a versionar un clásico intocable como West Side Story. Y hay que tener mucha confianza en el genio ajeno y el propio para llevarlo a cabo. Esta nueva versión de West Side Story es una obra maestra de planificación, ritmo y color. Retomando la historia, modernizándola gracias al talento del guionista, el autor teatral Tony Kushner, dotándola de una plasticidad visual impresionante de la mano del director de fotografía Janusz Kaminski y con Gustavo Dudamel dirigiendo la partitura de Leonard Bernstein, Spielberg transforma esta nueva versión en una joya como el orfebre que es, convirtiéndola desde ya en un clásico instantáneo y una de las mejores películas de los últimos años. No penséis en el WSS de 1961. Id a una buena sala con atmos y v.o. ( Phenomena, la mejor), sentaos en la butaca y dejaos llevar por las imágenes, el ritmo endiablado, los planos imposibles, la música, los fabulosos actores y bailarines en estado de gracia. Simplemente una obra de arte, que es lo que únicamente podemos disfrutar en un gran cine.

Lo que fue.

Uno va en busca de los recuerdos para que dejen de perseguirle, para dejarlos ahí, en ese escaparate de la memoria y visitarlos de vez en cuando sin nostalgia – la nostalgia es muy peligrosa -, pero con una sonrisa de complicidad.


Este fin de semana decidí venir a mi paraíso de niñez y adolescencia, de playa, piscina, tenis, mar, bailes nocturnos, baños de medianoche, paellas, entremeses y parrilladas de pescado, helados, paseos, churros, pasteles, autos de choque, flippers, besos robados, lecturas, bicis y escondites.
Primero hice parada en Reus. Adoraba sus pastelerías. Pons desapareció pero siguen Poy, hoy cerrada por vacaciones (los mejores panellets de piñones que haya degustado jamás), y Casa Padreny. Compré avellanas de Reus en el antiguo colmado Baró ( las mejores avellanas del mundo, con permiso de las de Brunyola ). Visité obviamente la casa madre de mi tienda de ropa preferida, Jofré, que cada vez que traspaso la puerta me siento como si fuera Carrie Bradshaw entrando en su gigantesco vestidor. Siempre salgo con algo. No puedo, ni quiero evitarlo, aunque en esta ocasión algo sea para mi amor.


Luego regresé a Salou, mi lugar de veraneo de hace tantos años hasta que dejé de venir. La especulación inmobiliaria terminó por arruinar un lugar de torres y de algunos edificios discretos de apartamentos de veraneo – San Remo, Gisamar, Malvinas, Jaime I, entre otros -. Se cargaron la cala Capellans construyendo espantosas colmenas, la Torre de los Villa donde mis primos y yo jugábamos al tenis y nos bañábamos en su piscina de agua helada gentileza del dueño que admiraba a mi tío, el gran actor y artista que fue Ángel de Andrés, se convirtió en tres edificios igualmente grotescos, la feria con sus autos de choque, casetas, aviones y tiovivos se disolvió en la nada y el club de tenis de la calle Mayor con su fabulosa tienda de deportes acabó también bajo el hormigón.

Algunas torres resistieron y ahi siguen, como testigos mudos del pasado, tan aisladas como este párrafo.


Reconozco que la mayoría de la gente con la que me he cruzado en las horas que llevo aquí suele ser bastante tosca, vocinglera y poco discreta. No es, desde luego, el lugar que fue, ni volverá a serlo, por mucho que su paseo de palmeras sea el más bonito, por mucho que sus playas sean extensas, por mucho que resista la heladería La Ibense. Por mucho que el recuerdo llame a mi puerta de vez en cuando.


La estación de tren murió. Ya dejaron de pasar los trenes por aquí. Ese andén, esas vías muertas guardan tantos de nuestros viajes, de nuestras idas y venidas. Ese paseo esconde con mimo las huellas de nuestras pisadas, de la yaya, de papá, de tito Angelito y tita Chiti, de los primos, de los Cousins, los Chaillat, los Aubray, de Nicolette, de los Carrillo, de sus añorados padres María Rosa y Ángel, de tantas y tantas almas que suelen pasearse por las noches cuando todos duermen y sueñan.


Pero ¿sabes qué, Mamá? Estoy sentado donde estuvimos la última vez, hace exactamente dos años, cuando te traje para ver cumplido tu deseo de volver a ver ese paseo, esa playa, esa heladería y esa paella del restaurante La Gaviota que acogió tantas cenas y comidas en su terraza fresca.
Ahora estás sin estar, y vine aquí este fin de semana para dejarte marchar. Porque debo soltarme de tu mano, de esa mano que me dijo adiós un día con el débil apretón de tus fuerzas menguantes, una mano que busco y ya no puedo encontrar, ni debo.


Y yo, aunque te deje marchar, te seguiré llevando conmigo de otra forma. Veré tu sonrisa única y acogedora que enamoraba a todo el mundo y con la que iluminaste con tu bondad, tu inteligencia, tu elegancia, tu amabilidad y tu fuerza los rincones de todos los que tuvimos la suerte de formar parte de tu vida.


Te quise, te quiero y te querré siempre, hasta que llegue el día, espero que muy lejano todavía, de volver a encontrarnos.

«A Stormy Night»

Las casualidades existen. Las cadenas causales, tan invisibles como inesperadas nos llevan por caminos insospechados. Un aeropuerto. Un vuelo que se cancela. Un chico que se queda colgado en una ciudad ajena, con su mochila, como su casa de nómada a cuestas. Una amiga que contacta con su compañero de piso en Nueva York para que le deje dormir en su habitación. Un encuentro, en blanco y negro. Y una noche de tormenta.

Desconocía a este autor novel, David Moragas, que realizó esta película como se dice habitualmente, con cuatro duros, con la ayuda de un equipo pero, sobre todo, con el talento espoleado por la falta de medios y las ganas de contar una historia. Me recuerda este tipo de cine de verdad, que habla sobre personas, sobre lo que sienten y lo que ocultan, sobre los miedos que no se superan, las barreras que nos ponemos y las ilusiones, siempre ellas, que a veces no coinciden con los caminos que tomamos o nos hacen tomar las circunstancias.

Son temas recurrentes en las películas románticas ajenas a los indigestos edulcorantes. Linklater y su trilogía “Before Sunrise/Sunset/Midnight”,  Andrew Haigh y su “Weekend”. Sí, el cine de Haigh y Moragas se etiquetan como cine LGTBI, que en estos tiempos sirve como referencia, pero en el fondo las citadas hablan de la búsqueda, de los encuentros, de la posibilidad, del intento, de los miedos al compromiso, a mostrar nuestra vulnerabilidad, nuestro deseo, nuestra necesidad y ganas de alcanzar aquello que expresaba la canción “Nature Boy” y que era el motivo central de Moulin Rouge: Lo más importante que aprenderás en la vida es amar y ser amado.

Haciendo del espacio un lugar cerrado de luces y sombras, donde Nueva York se invisibiliza y se convierte en un lugar imposible les obliga a verse, a enfrentarse, a reconocerse, a expresar sus miedos que gritan en los silencios gracias al pulso narrativo del autor y de los afortunados montaje y fotografía.

La nostalgia de lo que fue y no volverá a ser está tratada con buen gusto. De lo que silenciamos y que se oculta en esas máscaras de ficticia seguridad, la máscara del personaje de David Moragas que el personaje de Jacob Perkins empieza a cincelar a base de preguntas para dejar al descubierto el dolor de la pérdida, o en su caso la frustración de la costumbre, a veces velada, que termina convirtiéndose en el peor enemigo de cualquier relación.

Cine directo, sencillo pero elegante, discreto, pero de enorme fuerza que llega sin transiciones a aquellos que buscamos historias que nos conecten. El cine, el gran cine puede ser espectáculo, pero su esencia, la esencia que verdaderamente importa reside en su capacidad de comunicar y de hacernos sentir emociones y, en especial, de conectarnos.

Su corto “Detox” que vi a posteriori ya anunciaba la esencia de este “A Stormy Night”

Habrá que esperar a su próxima película. Pero el futuro, a nivel artístico, no puede ser más prometedor.

Gema – Milena Busquets

En algún momento de nuestras vidas aparece un elemento que creíamos olvidado. No lo estaba. Simplemente latía en algún lugar de nuestro templo del recuerdo particular, ahí donde se van depositando imágenes y sensaciones, aromas y sonidos, vivencias y lamentos de lo que pudo haber sido y no fue, o de lo que fue y desearíamos que no hubiera sido. Personas, nombres…

Gema.

Gema es una de esas vidas que parecía olvidada, que desapareció y que de pronto sin saber cómo resurge en el presente de la protagonista, pendiente de una traducción que no termina, de dos hijos a los que adora, de un amor y de las amigas del Liceo Francés, ese colegio que me es tan familiar e irreconocible a la vez con el reciente pabellón de acceso al mismo que fue finalista de los Premios FAD.

Las frases te llevan a aquel mismo patio de colegio, en esa tela de araña que la autora a través de la protagonista va tejiendo con hilos de seda en ese presente donde se cuelan amores pasados y presentes, amigas con las que jugar al póker de los recuerdos con las cartas de sus respectivas memorias para intentar reconstruir el puzle del pasado, y una madre que de alguna forma sigue presente, a veces en pequeños detalles a la vez divertidos y tiernos. Y esa búsqueda de Gema.

Frases sencillas y elegantes, que es la forma de llegar sin transiciones y de manera directa de las páginas a los ojos lectores para depositarse en ese lugar donde se generan las emociones. Porque el gran mérito de Milena Busquets es ser capaz de transmitir sin forzarlos los momentos cotidianos de una vida que parece discurrir tranquila, con retazos de fina ironía que dibujan una sonrisa o provocan una discreta carcajada. Parece fácil escribir así, pero no lo es en absoluto.

A veces el dolor de la ausencia emerge como ocurría en “También esto pasará”, una ausencia que nunca sana, aunque para nuestra tranquilidad siga latiendo adormecida por el paso del tiempo, como laten los recuerdos anestesiados hasta que un día, de forma inesperada, sin saber cómo, se despiertan para que les prestemos la atención que reclaman y que en su momento, por circunstancias, olvidamos sin darnos cuenta.

“A los quince años la muerte es una lengua extranjera, un horizonte invisible, un planeta desconocido”. ¿Acaso hay una manera más precisa y bella de describir lo que es la muerte cuando somos adolescentes?

Hijos, amores, ex amores, amistades, cenas, colegio, soledad, traducciones, escritos, hogar, autores, recuerdos, madre, Cadaqués, Grecia, tanatorio…Gema.

Gema es ese “mapa en el que marcar con un bolígrafo rojo los caminos que tomamos”.

En un momento la autora describe el final de una relación con la delicadeza de un suspiro: “Vi su silueta, como una delicada figura de papel, separarse de la mía y desdoblarse: de nuevo éramos dos”.

Ocurre a la inversa cuando leemos esta pequeña gran novela, que se devora con la delectación propia de los que seguimos sintiendo esa pasión por los libros y por todas las historias que contienen. He visto la silueta de Gema, como una delicada figura de papel, unirse a la mía: somos uno. Es la mágica fusión entre la obra de un autor y el lector.

Eso es lo que me suele ocurrir como lector cuando un escritor es capaz, como escribía William Styron, de agarrarme por las solapas. Milena Busquets lo hace con la sencilla y firme elegancia de su prosa, con las entrañas sin necesidad de alzar la voz.

“La gente viene y va, va y viene”. Milena Busquets vino. Leí “Gema” de un tirón. Gema se queda a pesar de ser una muerta, ahí, en el sillón, cerrada esperando que regrese a ella pronto, como suelo hacer con aquellos libros que uno quiere volver a paladear, pero la escritora ya se ha ido.

Que vuelva pronto con una nueva novela.

#Gema #novela #literatura #anagrama

La herida

Decidió hacer caso a sus padres: un punto. Supo que era el momento de ponerse a estudiar: dos puntos. O lo hacía o le expulsaban: tres puntos. Estuvo atento en clase: cuatro puntos. Escuchó con atención los buenos consejos de su profesor: cinco puntos. “No eres tonto, le dijo, confía en ti, aquí estoy para lo que necesites”: seis puntos. Dedicó horas al estudio y al trabajo: siete puntos. Descubrió que era capaz de hacerlo: ocho puntos. Él le dio la confianza necesaria: nueve puntos.

Supo entonces que Pablo había sido su mejor maestro: diez puntos.

La cicatriz de los fracasos se cerró definitivamente.

#MiMejorMaestro Concurso de relatos

La luz

Recuerdo el año de las sombras, las horas grises y el futuro oscuro, en el que los miedos infantiles diluidos en chucherías, en juegos y en películas Disney dieron paso al acné, a las inseguridades y a los arañazos de incomprensión propios de la adolescencia.

Recuerdo aquel mes de septiembre en el que apareciste por la puerta del aula, con tu caminar decidido y el primer buenos días con el que nos acogió tu asignatura de lengua. Me sorprendió tu corte de pelo a lo Jean Seberg, audaz y moderno para la época, tus zapatos de cordones y tu blusa floreada.

Tenía los temores propios de los adolescentes que no se sienten bien en su piel, soñando con otros mundos en el fondo del aula donde arrinconaban a los que alcanzaban el estatus de “meras molestias” como sentenciaba el jefe de estudios en el discurso inaugural del año lectivo, el depósito de chatarra estudiantil, de alumnos rotos, incompletos y perdidos.

Te recuerdo, Marga, con tu sonrisa amplia y tus “erres” guturales cuando empezaste a darnos las primeras indicaciones para el primer comentario literario de texto al que íbamos a enfrentarnos, nosotros, pobres imberbes intelectuales que buscábamos el consuelo de los desahuciados en tardes lánguidas mirando a través de los ventanales.

Inauguraste la serie de pruebas escritas con un extracto de “Platero y yo”. Quería agradarte. Quería darte lo que otros no habían visto. Quería ofrecerte lo mejor de mí, ese río de palabras que brotaban de mis dedos como un manantial imparable y desordenado. Tenía sed. Tenía sed de alabanzas, de palabras, de frases, de escritura. Palabras desconfiadas que salían, sí, en aquellas horas muertas en las que me sentía solo y vivo, emborronando cuartillas desgastadas que terminaban su recorrido en la papelera de mi habitación.

Me caíste bien desde el principio. Tu actitud y paciencia denotaban la naturalidad de la que carecían aquellos maestros que disimulaban su falta de vocación y su miedo con una inaccesibilidad envarada. Y sin llevar tu simpatía y tu amabilidad al resbaladizo terreno del “colegueo”, supe desde el primer momento que no te costaría nada ganarte el respeto y la confianza de la mayoría.

Terminé la prueba. Había sacado toda mi artillería de palabras rebuscadas en frases que presumía impactantes. Quería convertirme en tu alumno favorito para que descubrieras esa joya arrinconada que creía ser, ansiosa del brillo que le había sido negado.

Al cabo de una semana empezaste a entregar las correcciones. Lo hacías con una dedicación extraña, nunca vista hasta la fecha en aquel colegio. Te sentabas junto al alumno y le ofrecías tus generosos comentarios, más allá de una nota en rojo y las dos o tres palabras de rigor si era el caso.

Esperaba un sobresaliente. Cuando llegó mi turno, ya junto a mí, me dijiste:

-Félix: te he aprobado con un cinco. No has entendido en qué consiste un comentario literario. Hay que estudiar los recursos lingüísticos utilizados por el autor, sus imágenes, el estilo. No puedes utilizar el texto como un pretexto para escribir. Vamos, en una palabra: te has “enrollado como una persiana” y no se trata de eso.

Bajé la vista, frustrado una vez más. Pero antes de levantarte y con la mejor de tus sonrisas pronunciaste estas palabras que nunca olvidé:

-Puedes hacerlo. Domina la escritura, no dejes que te domine. Lo conseguirás. ¿Sabes por qué? Porque sí, no has entendido nada de la prueba. Puedo enseñarte cómo hacerla, pero hay algo que me ha quedado claro: jamás podré escribir como tú.

Te levantaste y antes de regresar al estrado me guiñaste un ojo de complicidad.

Pasaron muchos años. La vida te lleva siempre en zigzag, no conoce de caminos predeterminados, aparecen siempre esquinas inesperadas que te obligan a desviarte y a aceptar con resignación lo que no depende de uno.

Cuando me publicaron aquel relato te busqué. Quería que vieras con tus propios ojos que había seguido tus consejos, que aquella historia imaginada había merecido un premio.

Me costó localizarte. Uno nunca sabe si el paso de los años es generoso con aquellas personas que supieron hacerse un hueco en tu vida.

Lo conseguí y te cité en el café de un bonito hotel. Cuando apareciste te vi casi igual, congelada en el tiempo, con tu misma sonrisa, el caminar jovial de aquellos tiempos ya lejanos y tu pelo corto a lo Jean Seberg, pero ya con las canas de tus años serenos.

Te entregué el relato. Lo leíste. Levantaste la vista y con tu dulce mirada me dijiste que te sentías orgullosa de haber tenido un alumno como yo.

Al cabo de una semana me enviaste un correo donde me decías: “esto no es una corrección, es una reseña de tu relato”.

Me alegró tanto reencontrarte, volver a ver tu mirada, a escuchar tus “erres” guturales y poder leer emocionado después tu bella reseña.

Siempre llevé conmigo tu mejor regalo. Aquellas palabras que me mostraron el camino.

“Jamás podré escribir como tú”.

Ese fue el inicio de la metamorfosis.

Esa fue la luz.

#MiMejorMaestro Concurso de relatos

DUELO EN TIEMPOS DE CORONAVIRUS

-Mamá ya se ha ido.

Así de escueto y así de cierto. Este fue el WhatsApp que Elena recibió de su amiga Laura el pasado sábado. Una frase corta, como de trámite administrativo, sin transiciones, sin olor ni tacto, aséptica. Una frase robótica, digital y carente de emociones.

Sara tenía ochenta y cinco años y convivía con el Alzheimer en una residencia de la zona alta de Barcelona. En su última visita, Laura comió con ella en el piso superior, en la misma sala donde solían coincidir cuando la visitaba regularmente para recordarle historias del pasado, como la cronista de su vida fragmentada. Le explicaba quién era, cómo había sido de pequeña mostrándole fotos veraniegas de los años ochenta en el apartamento de la Costa Brava. Esa última vez le prometió que el próximo mes de junio la llevaría a pasar unos días a Llafranc, para regresar al mar de sus veranos.

No podrá hacerlo. Sara enfermó rápidamente a la par que los noticiarios hablaban de ese COVID-19.  Lo que primero se intuyó como una gripe mutó al cabo de una semana en una neumonía galopante. La trasladaron en ambulancia al hospital en estado muy grave. Laura pudo acompañarla unas horas en urgencias hasta que la subieron a planta. No había sitio en la UCI. Antes les hicieron la prueba del COVID-19.  Una vez en la habitación y sedada con morfina, estuvo sola, sin respirador, aislada salvo por las ocasionales visitas de las enfermeras. Al cabo de dos días Laura recibió la llamada comunicándole que su madre había fallecido, y que la derivaban directamente a los servicios funerarios. Sin despedidas, sin duelos ni adioses. Un anciano más o un anciano menos, según se mire.

Es una evidencia: este virus ha encontrado en la población anciana y especialmente en la que vive en residencias sus víctimas preferentes. En las de Madrid miles de residentes han muerto. Otros tantos en Cataluña. Y se teme que las cifras maquillen una mortandad mucho mayor. Conocer la realidad sería insoportable y evidenciaría todavía más no sólo la glotonería victimaria de este virus sino hasta qué punto su ataque se ha aliado con la ineficacia de unas administraciones demasiado confiadas y poco previsoras donde los recortes han terminado cebándose en los ancianos dependientes e indefensos. Los grandes olvidados.

-No le permiten despedirse de ella. La llevan directamente del hospital a la funeraria y la incinerarán cuando puedan. Además, Laura también está infectada.

Si en nuestra cultura funeraria acompañamos al familiar en su dolor, y al fallecido en ese último viaje hacia esa transfiguración a la que se refería Alexander Ritter, las exequias se invisibilizan en estos tiempos de pandemia. COVID-19 ha eliminado también “la discriminación social de los muertos” de la que hablaba el filósofo Jean Baudrillard.  Se han prohibido los velatorios y, en consecuencia, cualquier tipo de boato visible. Tampoco se practica la tanatopraxia, ese procedimiento anterior que prepara y conserva el cadáver antes de ser conducido a los velatorios. Para suplir la prohibición de los funerales y ayudar a los familiares y amigos a sobrellevar esta circunstancia, la Fundación Edad & Vida ha recomendado “aprovechar las ventajas de la tecnología para realizar despedidas sociales a distancia que permitan homenajear al ser querido y expresar los sentimientos hacia él”.

Elena sugirió a su amiga que montase un velatorio digital. Laura no creía en las nuevas tecnologías. Antes de que su madre ingresase en la residencia se negaba incluso a tener WhatsApp en el móvil. Sin embargo, en esta terrible coyuntura, la app ha sido su inesperada aliada para soportar la dureza de su soledad Covid-19 y la ausencia de su madre muerta. WhatsApp ha canalizado los mensajes de pésame y de acompañamiento en la distancia como un medio fácil y poco invasivo a la hora de recibir las condolencias. Nunca imaginó que una app de móvil iba a convertirse en su íntima y fiel compañera de penas.

Elena convocó en nombre de Laura a sus amigos y familiares más cercanos enviándoles el enlace de HangOut, así como el día y la hora para la ceremonia. Laura sólo tuvo que encender una vela, colocar al lado un marco con la foto de su madre, abrir el portátil y conectar la cámara, el micro y los altavoces. Sara tuvo así su velatorio digital en circuito cerrado donde los diferentes familiares y amigos pudieron compartir el dolor en la distancia gracias, gran ironía, a la cercanía que en estos tiempos de pandemia sólo pueden proporcionar las nuevas tecnologías. Ciertamente faltaban los besos, los abrazos y el calor de las presencias, pero ahí estaban las miradas y las palabras de ánimo, los recuerdos y las anécdotas de un pasado común.

Yo también asistí como invitado a un auténtico velatorio 3.0 donde estar sin estar, como el muerto, en un presente que nos está transformando en seres digitales de vía instantánea para poder traspasar las barreras del confinamiento que, a efectos prácticos, nos permite superar las barreras del tiempo y del espacio virtualizando algo hasta ahora tan presencial como los ritos funerarios.

Virtualizando, incluso, hasta la propia muerte.

Jofré

Desde que dejé un poco atrás la adolescencia decidí un día guiarme por mis propios gustos en cuestiones de ropa. No porque mi madre y mi abuela tuvieran mal gusto. Junto con mi tía las tres siempre fueron referencia en cuanto a su elegancia, buen gusto y saber estar, y mi madre supo trasmitírmelo aunque en épocas adolescentes de rebeldía me diera a veces por emular los años hippies de Hair o anticiparme al grunge de Nirvana rasgando unos cuantos tejanos.

Si mi infancia y adolescencia huelen a aquel Salou de torres, de helados de la Ibense, de feria y buñuelos de la Caspolina o al Reus de las palmeritas y cocas de Caelles, de las avellanas tostadas del colmado Baró, las patatas fritas de Laurie o los panellets y coca de cerezas de Poy, mi post-adolescencia y edad adulta destilan el aroma  de la ropa que adquiría en Joaquim Jofré de la calle Llovera, en ese mismo Reus.

Siempre me ha gustado la ropa con un sello especial y diferente. La ropa me atrapa por los ojos y el tacto y afortunadamente nunca he estado sometido a opiniones ajenas. Sé lo que me gusta y lo que me va. Y Joaquim Jofré ha sido desde entonces mi tienda de ropa de referencia. No hay otra igual. Ni en París, ni en Roma, ni en Londres o Nueva York. Por concepto, por su distintivo aroma al traspasar la puerta, por el magnetismo inigualable de las composiciones en sus escaparates que decantan con exquisito buen gusto las maravillosas prendas que presentan y que ya te dan una idea del paraíso textil que atesoran sus tiendas en el interior.

Porque el distintivo principal de la casa, además de los mencionados, son sus prendas, que no encuentras en ningún otro lugar. De ahí la palabra exclusividad, que desconextualizo del tema económico. Sí. También hay prendas caras. El cashemere tiene un precio como el chaleco abotonado de Alude que adquirí hace ya muchos años en Bori i Fontestà y que todavía conservo, impoluto a pesar de las veces que me lo he puesto. Es el que se corresponde a prendas de calidad, pero sin renunciar a la misma poseen también una marca propia que respeta la esencia de la casa a precios más cercanos.

Recuerdo del verano del 85 una camisa Daniel Hetcher con un color nada visto cuando aquí era un total desconocido, o maravillosos jerseys de punto que me duraron, impecables, cerca de veinte años.

Cuando abrieron sus tiendas en Barcelona, junto al Turó Parc vi que ya no sería necesario subir a Reus para adquirir aquella prenda de temporada que necesitaba. El lino en verano de Massimo Alba o el algodón de Aglini o los suéters de cuello alto con cremallera de la casa.

Hoy he regresado un poco a aquellos orígenes. Hacía unos doce años que no pisaba Reus y como no podía ser de otra manera, paseando por sus calles, me detuve frente a esos escaparates de su casa madre en Llovera 12, tan diferentes y artísticamente distinguibles del resto. Y una vez más, para recordar tiempos pasados, entré.La coyuntura económica en estos tiempos es la que la es, pero al final salí con un par de calcetines que necesitaba. Resulta imposible sustraerse a la atracción de sus prendas, incluso las mínimas. Porque Jofré envuelve la elegancia particular que pueda tener cada uno con la sutil diferencia que distingue la elección de sus prendas: la discreción, esa palabra tan démodé en tantos ámbitos. Todos sabemos que la elegancia es algo innato. Es esa discreción la que la ha vestido siempre en Jofré.He vuelto a sentirme un poco como en casa gracias a la sempiterna amabilidad y profesionalidad de su personal, especialmente de Rafael Pàmies, que al escuchar mis comentarios sobre la composición de los escaparates me ha confesado agradecido que él es quien los compone desde hace años.

Son los pequeños detalles los que siempre cuentan. Y los que nos dejamos llevar por ellos sabemos que el verdadero acierto consiste en ser fiel a uno mismo, fiel a lo que sentimos y a lo que creemos. Y la casa Jofré sigue siendo al correr del tiempo fiel a su razón de ser que no es otra que seguir ofreciendo a sus afortunados clientes la posibilidad de vestir acorde con el particular gusto de cada uno.

Aunque en esta ocasión hayan sido sólo mis pies los que se verán vestidos por Jofré.

– Nina Bouraoui – Tous les hommes désirent naturellement savoir

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J’aime le toucher du papier, j’aime sentir les feuilles, caresser les paroles avant de tourner la page. Un livre que l’on veut ouvrir et lire est comme un amant que l’on désire et auquel nous réclamons son regard. Un livre nous appartient tant que les paroles écrites glissent sur sa peau en papier, sous nos yeux de lecteurs avides. On respire ses histoires comme on recherche le parfum littéraire particulier d’un écrivain qui est capable de nous séduire dans son silence et son histoire vécue ou imaginée.

C’est bien vrai que j’adore entrer dans les librairies, feuilleter les nouveaux romans, en sortir avec deux ou trois acquis dans mon sac à dos et commencer à lire dans un parc ou un café. Cependant j’attendais tellement le nouveau roman de Nina Bouraoui « Tous les hommes désirent naturellement savoir » après avoir été ébloui par ses « Beaux Rivages » cela fait deux ans que la seule façon d’assouvir cette passion passait par un achat à l’avance sur amazon afin que hier la version kindle se décharge à minuit exactement sur mon iPad.

J’ai commencé à le lire et, comme il m’arrive souvent quand un écrivain dont je connais la prose m’énivre, je l’ai fini dans la journée. Je n’ai pas pu le lâcher pendant mes trajets au bureau, dans le métro, en me promenant et finalement dans le café d’un parc à l’ombre des arbres protecteurs.

J’y suis rentré comme dans le brouillard d’autrui, dans l’océan immense des années d’une fille, d’une adolescente, d’une femme incapable de se voir à ses 18 ans tout en se regardant, le doute qui nous sied quand on se sent différent, quand la peur nous rend des étrangers face aux autres, quand elle fait de nous des étrangers de nous-mêmes, anéantis par les doutes, les peurs et par les certitudes qui nous composent, quand on ne veut pas voir notre image dans le miroir.

« J’assemble tout ce que je sais de ma famille comme j’assemblerais les morceaux d’un objet brisé pour le recomposer ».

C’est justement ce roman qui ramasse non seulement tout ce que l’écrivain sait de sa famille, mais surtout ce qu’elle sait d’elle-même en convoquant les images, les souvenirs, les arômes d’un passé qui revient justement en morceaux. « Se souvenir, Devenir, Savoir, Être. »

L’art moderniste à Barcelone parle de « trencadis » pour définir ces mosaïques composées de petits morceaux de tuiles vernissées. C’est justement ce que je ressens comme lecteur. Une expérience littéraire vitale et aussi proche dans certains passages construits avec ces morceaux de tuiles vernissées pleines des couleurs, parfois éclatantes de lumière, parfois sombres de violence, de peur et de négation, parfois abruptes, comme le sont les moments du souvenir convoqué.

Les années vont et reviennent, comme les vagues à l’aube sur le sable de notre propre plage. On se voit, on se sent, on a besoin de sentir la peau d’autrui dans laquelle se reconnaître. La sexualité peut être violente quand elle est prisonière d’un désir urgent, inassouvi et l’amour réclame toujours ses preuves. Ce sont l’équilibre et la distance qui veulent retrouver ce vase, qui décident de le casser en morceaux d’enfance, de jeunesse, d’adolescence et d’âge adulte où malgré l’endurance acquise par les évènements ce sont ceux qui nous permettent voir et recomposer l’autre côté du miroir, celui qui ne projette pas notre image extérieure parce qu’il continue à être le refuge de l’enfant que nous sommes et que la vie adulte cache.

Et c’est justement l’art du romancier celui qui commence à coller soigneusement par la force de l’évocation, le rythme et la poésie tous ces morceaux pour achever la reconstruction du vase brisé, un vase dont ce roman témoigne et qui projette les correspondances de ces années 70, 80 et 90.  La transition d’une enfance lumineuse à une adolescence vécue en secret. « L’être différent condamné au secret, à la honte » comme écrit l’auteur. Et d’une obscurité qui surgit dans un pays qui était un paradis de lumière et qui voyait retrouver la peur et la violence.

C’est l’équilibre, même avec les doutes, les regrets, celui qui nous permet de faire face à la vie, la propre, celle qui nous appartient et celle que l’on veut partager avec les autres.

Assumer qui nous sommes réclame du temps, parfois, exige le courage que nous croyons ne pas avoir, et accepter que le reflet de notre image qui se forme dans notre océan intérieur correspond bien à celui qui on est. C’est bien la seule façon d’être honnête avec nous-mêmes, avec les autres et, sans doute, ce qui en réalité nous laisse connaître le vrai sens du mot liberté.

Tel est le bel vase de vie de Nina Bouraoui. Un vase plein de couleurs qui cache entre les soudures du temps passé un chemin particulier qui est, certainement, un chemin où beaucoup pourront s’y reconnaître, avec ses tristesses et ses joies, ses découvertes et ses secrets.

Comme les morceaux de vie qui nous composent, tous.

nina

Carousel – Musical – Teatre Grec

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Cuando hace unos meses apareció la programación del Grec anunciando el musical Carousel en concierto, debo reconocer que me tomé la noticia con cierto escepticismo, escepticismo que desapareció en gran parte cuando vi a los reponsables directos de levantar este proyecto, Daniel Anglés y Xavi Torras, gente de más que reconocida trayectoria en el mundo de los musicales, con años de experiencia y con una profesionalidad fuera de toda duda.

Ahora bien, ¿Carousel? ¿El mítico Carousel de Rodgers and Hammerstein ¿Uno de los mejores y más complejos musicales de la historia en Barcelona? ¿ Con las exigencias que posee? ¿ Con los requisitos orquestales y corales? ¿En versión concierto? ¿Al aire libre? ¿En el teatre Grec? Por mucho que aprecie la valentía de los implicados, por mucho que sepa del enorme talento de los convocados a participar en este evento de únicamente dos noches, insisto que no las tenía todas conmigo. Sin embargo no dudé en ningún momento en comprar las entradas. Hay ocasiones en la vida en las que la confianza en el trabajo de los que eligen saltar suele ofrecer gloriosas sorpresas.

Lo de ayer por la noche fue una de esas noches imposibles en el tiempo, de ARTE efímero, el que desprende la magia de lo volátil, de lo que sólo se verá dos veces, una noche de las que no dudas en proclamar como una noche ÚNICA. Porque fue mucho más que una típica versión en concierto. Fue una representación con todos los elementos que puede ofrecer un musical en un teatro, con un vestuario cuidado, una coreografía perfectamente adaptada al pequeño espacio propiamente escénico y con el añadido de una orquesta con el número de músicos requeridos que permite escuchar la partitura original tal y como fue escrita e interpretada en su estreno.

Todos los intérpretes brillaron, con el mérito añadido de haber ensayado durante semanas para meterse de lleno en un musical con las exigencias vocales y dramáticas que demanda Carousel… ¡para dos únicas funciones! Bordaron el arte de lo efímero Miquel Fernández, Diana Roig, Anna Moliner, Iván Labanda y Nina, junto con el resto de bailarines e integrantes del coro.

Capítulo aparte merece la orquesta y su director. Una orquesta de gente muy joven que supo recoger la energía que siempre desprende este talentoso músico de reconocido prestigio que es Xavi Torras, capaz de absorber toda la compleja y poliédrica belleza de una partitura como la de Carousel, cuajada de matices y transmitirla desde el primer momento, nada más recibir la batuta del narrador en esa bellísima obertura que ya te sube a un carousel de emociones del que no quieres bajarte. Pura energía, sacando a relucir los quilates de la música y extrayendo de esos 43 músicos el compromiso y el entusiasmo que atesoran, así como de las voces del coro. Sin la orquesta y coro no hay Carousel, y de haberlos sin un director como este, el resultado habría sido probablemente otro. Torras fue el director que debe ser, y sus gestos eléctricos y delicados movieron la batuta dirigiendo a sus músicos con «un guante de terciopelo que esconde una mano de hierro».

En la vida hay que apostar, hay que jugársela, o como decía un personaje de «Before Sunrise», «la respuesta debe de estar en el intento». Hay que dar las gracias a todo este elenco de artistas, bailarines, coro, intérpretes, coreógrafo, iluminador, regidora y todo el equipo de entusiastas profesionales que hay detrás por haber invertido horas de duro trabajo y riesgo en este fabuloso espectáculo con la fecha de caducidad que tiene siempre el arte efímero, ARTE con mayúsculas, y los afortunados que pudimos estar nunca podremos agradecer lo suficiente. Es tan placentero y tan cómodo sentarse en una localidad y dejarse llevar por la belleza, y lo único que podemos hacer es asistir a estos eventos, y aplaudir. Su arte es nuestro premio. El suyo nuestra asistencia y sentido aplauso.

No están los tiempos como para perderse milagros así. Al contrario, uno tiene que alimentarse de estas experiencias , que el loco anhelo, el brillante entusiasmo y la profesional implicación de Daniel Anglés, Xavier Torras y de todo el elenco nos han regalado en dos noches de verano, noches que se quedarán ahí, fijadas por el recuerdo imborrable de las que sólo pueden merecer el calificativo de mágicas.