Recuerdo el año de las sombras, las horas grises y el futuro oscuro, en el que los miedos infantiles diluidos en chucherías, en juegos y en películas Disney dieron paso al acné, a las inseguridades y a los arañazos de incomprensión propios de la adolescencia.

Recuerdo aquel mes de septiembre en el que apareciste por la puerta del aula, con tu caminar decidido y el primer buenos días con el que nos acogió tu asignatura de lengua. Me sorprendió tu corte de pelo a lo Jean Seberg, audaz y moderno para la época, tus zapatos de cordones y tu blusa floreada.

Tenía los temores propios de los adolescentes que no se sienten bien en su piel, soñando con otros mundos en el fondo del aula donde arrinconaban a los que alcanzaban el estatus de “meras molestias” como sentenciaba el jefe de estudios en el discurso inaugural del año lectivo, el depósito de chatarra estudiantil, de alumnos rotos, incompletos y perdidos.

Te recuerdo, Marga, con tu sonrisa amplia y tus “erres” guturales cuando empezaste a darnos las primeras indicaciones para el primer comentario literario de texto al que íbamos a enfrentarnos, nosotros, pobres imberbes intelectuales que buscábamos el consuelo de los desahuciados en tardes lánguidas mirando a través de los ventanales.

Inauguraste la serie de pruebas escritas con un extracto de “Platero y yo”. Quería agradarte. Quería darte lo que otros no habían visto. Quería ofrecerte lo mejor de mí, ese río de palabras que brotaban de mis dedos como un manantial imparable y desordenado. Tenía sed. Tenía sed de alabanzas, de palabras, de frases, de escritura. Palabras desconfiadas que salían, sí, en aquellas horas muertas en las que me sentía solo y vivo, emborronando cuartillas desgastadas que terminaban su recorrido en la papelera de mi habitación.

Me caíste bien desde el principio. Tu actitud y paciencia denotaban la naturalidad de la que carecían aquellos maestros que disimulaban su falta de vocación y su miedo con una inaccesibilidad envarada. Y sin llevar tu simpatía y tu amabilidad al resbaladizo terreno del “colegueo”, supe desde el primer momento que no te costaría nada ganarte el respeto y la confianza de la mayoría.

Terminé la prueba. Había sacado toda mi artillería de palabras rebuscadas en frases que presumía impactantes. Quería convertirme en tu alumno favorito para que descubrieras esa joya arrinconada que creía ser, ansiosa del brillo que le había sido negado.

Al cabo de una semana empezaste a entregar las correcciones. Lo hacías con una dedicación extraña, nunca vista hasta la fecha en aquel colegio. Te sentabas junto al alumno y le ofrecías tus generosos comentarios, más allá de una nota en rojo y las dos o tres palabras de rigor si era el caso.

Esperaba un sobresaliente. Cuando llegó mi turno, ya junto a mí, me dijiste:

-Félix: te he aprobado con un cinco. No has entendido en qué consiste un comentario literario. Hay que estudiar los recursos lingüísticos utilizados por el autor, sus imágenes, el estilo. No puedes utilizar el texto como un pretexto para escribir. Vamos, en una palabra: te has “enrollado como una persiana” y no se trata de eso.

Bajé la vista, frustrado una vez más. Pero antes de levantarte y con la mejor de tus sonrisas pronunciaste estas palabras que nunca olvidé:

-Puedes hacerlo. Domina la escritura, no dejes que te domine. Lo conseguirás. ¿Sabes por qué? Porque sí, no has entendido nada de la prueba. Puedo enseñarte cómo hacerla, pero hay algo que me ha quedado claro: jamás podré escribir como tú.

Te levantaste y antes de regresar al estrado me guiñaste un ojo de complicidad.

Pasaron muchos años. La vida te lleva siempre en zigzag, no conoce de caminos predeterminados, aparecen siempre esquinas inesperadas que te obligan a desviarte y a aceptar con resignación lo que no depende de uno.

Cuando me publicaron aquel relato te busqué. Quería que vieras con tus propios ojos que había seguido tus consejos, que aquella historia imaginada había merecido un premio.

Me costó localizarte. Uno nunca sabe si el paso de los años es generoso con aquellas personas que supieron hacerse un hueco en tu vida.

Lo conseguí y te cité en el café de un bonito hotel. Cuando apareciste te vi casi igual, congelada en el tiempo, con tu misma sonrisa, el caminar jovial de aquellos tiempos ya lejanos y tu pelo corto a lo Jean Seberg, pero ya con las canas de tus años serenos.

Te entregué el relato. Lo leíste. Levantaste la vista y con tu dulce mirada me dijiste que te sentías orgullosa de haber tenido un alumno como yo.

Al cabo de una semana me enviaste un correo donde me decías: “esto no es una corrección, es una reseña de tu relato”.

Me alegró tanto reencontrarte, volver a ver tu mirada, a escuchar tus “erres” guturales y poder leer emocionado después tu bella reseña.

Siempre llevé conmigo tu mejor regalo. Aquellas palabras que me mostraron el camino.

“Jamás podré escribir como tú”.

Ese fue el inicio de la metamorfosis.

Esa fue la luz.

#MiMejorMaestro Concurso de relatos

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