-Mamá ya se ha ido.

Así de escueto y así de cierto. Este fue el WhatsApp que Elena recibió de su amiga Laura el pasado sábado. Una frase corta, como de trámite administrativo, sin transiciones, sin olor ni tacto, aséptica. Una frase robótica, digital y carente de emociones.

Sara tenía ochenta y cinco años y convivía con el Alzheimer en una residencia de la zona alta de Barcelona. En su última visita, Laura comió con ella en el piso superior, en la misma sala donde solían coincidir cuando la visitaba regularmente para recordarle historias del pasado, como la cronista de su vida fragmentada. Le explicaba quién era, cómo había sido de pequeña mostrándole fotos veraniegas de los años ochenta en el apartamento de la Costa Brava. Esa última vez le prometió que el próximo mes de junio la llevaría a pasar unos días a Llafranc, para regresar al mar de sus veranos.

No podrá hacerlo. Sara enfermó rápidamente a la par que los noticiarios hablaban de ese COVID-19.  Lo que primero se intuyó como una gripe mutó al cabo de una semana en una neumonía galopante. La trasladaron en ambulancia al hospital en estado muy grave. Laura pudo acompañarla unas horas en urgencias hasta que la subieron a planta. No había sitio en la UCI. Antes les hicieron la prueba del COVID-19.  Una vez en la habitación y sedada con morfina, estuvo sola, sin respirador, aislada salvo por las ocasionales visitas de las enfermeras. Al cabo de dos días Laura recibió la llamada comunicándole que su madre había fallecido, y que la derivaban directamente a los servicios funerarios. Sin despedidas, sin duelos ni adioses. Un anciano más o un anciano menos, según se mire.

Es una evidencia: este virus ha encontrado en la población anciana y especialmente en la que vive en residencias sus víctimas preferentes. En las de Madrid miles de residentes han muerto. Otros tantos en Cataluña. Y se teme que las cifras maquillen una mortandad mucho mayor. Conocer la realidad sería insoportable y evidenciaría todavía más no sólo la glotonería victimaria de este virus sino hasta qué punto su ataque se ha aliado con la ineficacia de unas administraciones demasiado confiadas y poco previsoras donde los recortes han terminado cebándose en los ancianos dependientes e indefensos. Los grandes olvidados.

-No le permiten despedirse de ella. La llevan directamente del hospital a la funeraria y la incinerarán cuando puedan. Además, Laura también está infectada.

Si en nuestra cultura funeraria acompañamos al familiar en su dolor, y al fallecido en ese último viaje hacia esa transfiguración a la que se refería Alexander Ritter, las exequias se invisibilizan en estos tiempos de pandemia. COVID-19 ha eliminado también “la discriminación social de los muertos” de la que hablaba el filósofo Jean Baudrillard.  Se han prohibido los velatorios y, en consecuencia, cualquier tipo de boato visible. Tampoco se practica la tanatopraxia, ese procedimiento anterior que prepara y conserva el cadáver antes de ser conducido a los velatorios. Para suplir la prohibición de los funerales y ayudar a los familiares y amigos a sobrellevar esta circunstancia, la Fundación Edad & Vida ha recomendado “aprovechar las ventajas de la tecnología para realizar despedidas sociales a distancia que permitan homenajear al ser querido y expresar los sentimientos hacia él”.

Elena sugirió a su amiga que montase un velatorio digital. Laura no creía en las nuevas tecnologías. Antes de que su madre ingresase en la residencia se negaba incluso a tener WhatsApp en el móvil. Sin embargo, en esta terrible coyuntura, la app ha sido su inesperada aliada para soportar la dureza de su soledad Covid-19 y la ausencia de su madre muerta. WhatsApp ha canalizado los mensajes de pésame y de acompañamiento en la distancia como un medio fácil y poco invasivo a la hora de recibir las condolencias. Nunca imaginó que una app de móvil iba a convertirse en su íntima y fiel compañera de penas.

Elena convocó en nombre de Laura a sus amigos y familiares más cercanos enviándoles el enlace de HangOut, así como el día y la hora para la ceremonia. Laura sólo tuvo que encender una vela, colocar al lado un marco con la foto de su madre, abrir el portátil y conectar la cámara, el micro y los altavoces. Sara tuvo así su velatorio digital en circuito cerrado donde los diferentes familiares y amigos pudieron compartir el dolor en la distancia gracias, gran ironía, a la cercanía que en estos tiempos de pandemia sólo pueden proporcionar las nuevas tecnologías. Ciertamente faltaban los besos, los abrazos y el calor de las presencias, pero ahí estaban las miradas y las palabras de ánimo, los recuerdos y las anécdotas de un pasado común.

Yo también asistí como invitado a un auténtico velatorio 3.0 donde estar sin estar, como el muerto, en un presente que nos está transformando en seres digitales de vía instantánea para poder traspasar las barreras del confinamiento que, a efectos prácticos, nos permite superar las barreras del tiempo y del espacio virtualizando algo hasta ahora tan presencial como los ritos funerarios.

Virtualizando, incluso, hasta la propia muerte.

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